El Mono

 Muchos decían de mí que era "muy mono". Pero en honor a la verdad, debo admitir que lo de hacer el símio nunca fue mi fuerte.

Nací con un grave problema congénito que consistía en la obsesión por formularme a mí mismo preguntas de gran carga existencial. Pasaba días enteros preguntándome Quien soy yoDe donde vengoA donde voy… Pero de haber podido elegir, os aseguro que hubiera escogido ser un macaco normal y corriente. Pero no fue así, y esa lacra propició que mi cerebro simiesco se desarrollara de una forma extraordinaria y llenara de infelicidad mi existencia.

Cada día, sentado sobre la rama del Gran Árbol, contemplaba entre triste y aburrido las monerías de mis otros tres compañeros de jaula. Huelga decir que estos, evidentemente, no se veían afectados por mi misma dolencia. Eran monos sin más. Y los visitantes, más por convención que por otra cosa, aplaudían de manera mecánica sus cabriolas, saltos y volteretas.

De vez en cuando, los niños nos lanzaban latas, bolas de papel, u otros objetos que a veces hacían diana en nuestros peludos cuerpos. Desconozco quien fue pero, una día, alguien nos arrojó un ejemplar de la Crítica a la Razón Pura de Kant. Aquello era algo inusual. De repente mi instinto me llevó a saltar sobre aquel libro para agarrarlo y huír con él hasta la rama más alta del Gran Árbol. Una vez ahí, abrí el tomo y me lo leí del tirón.

Al día siguiente, y para evitar que el cuidador me arrebatase aquel tesoro, se me ocurrió hacer malabares con el libro para disimular. No quería perderlo bajo ningún concepto. Así que coloqué el libro sobre mis partes pudendas, y me paseé arriba y abajo de la jaula, orgulloso como un caballero victoriano, con aquel libro en la punta de mi cimbrel.

Aquella actuación pronto gozó de gran notoriedad. El público se deshacía en vítores y estallaba en aplausos. Pero al cuidador no le hizo ninguna gracia y, esa misma noche, bastón en mano, me propinó una paliza que no olvidaré jamás.

Sin embargo mi estrategia había tenido más éxito de lo que esperaba. A la mañana siguiente los visitantes se agolpaban delante de la jaula, cargados con todo tipo de libros que nos lanzaban febriles, ansiosos por ver el bizarro espectáculo que había perpetrado el día anterior. Mis compañeros de jaula no tardaron en aprender el número y aquello pronto se convirtió en una performance que atrajo a visitantes de lejanos paises y que contribuyeron a mejorar las ganancias de aquel humilde zoológico.
Así que al cuidador, en vista del éxito obtenido, no le quedó más remedio que resignarse y aceptar que conviviésemos con todos aquellos libros.

Así fue como conocí los textos de Kafka, de Poe, de Cervantes, de Dickens… Fueron unos tiempos maravillosos. Durante el día, mis compañeros y yo desfilábamos haciendo malabares con todos aquellos ejemplares sobre nuestras partes nobles para deleite del público. Pero cuando el zoo cerraba sus puertas, me entregaba al estudio de aquellos textos clásicos que tanto alimentaban mi espíritu y mis ansias de conocimiento.

Pero llegó un dia en el que ocurrió algo insólito. Alguien, un desconocido, nos lanzó la partitura completa del Rigoletto de Verdi. Al principio nos sentimos consternados, pero al acercarnos al libreto y echar un vistazo a los pentagramas quedamos maravillados. Jamás hubiera podido imaginar que aquellas hojas pudieran llenar mi alma de algo tan bello y exquisito como es la música. Esa misma noche leí con soltura todas y cada una de las notas que componían aquella obra. Tomé notas a pié de página, y memoricé los ritmos y tiempos exactos de cada pasaje. Acto seguido desperté a Oliver, David y Pip (así había bautizado a mis compañeros) y los persuadí para realizar un improvisado ensayo del tercer acto.

A la mañana siguiente, cuando el público se hubo apiñado delante de nuestra jaula, interpretamos el Bella Figlia dell’amore. Por un momento el pequeño zoo quedó rebosante de un ambiente cargado de sentimientos y emociones jamás experimentados. Los visitantes no daban crédito. Aún había quien pedía un bis del famoso número de los libros… pero la mayor parte quedaron deslumbrados ante nuestra excelsa interpretación musical.

No obstante todo aquello ya fue demasiado para el cuidador el cual, harto de aguantar nuestras actuaciones…, decidió terminar con aquella pantomima. Así que, una vez vaciado el recinto, nos propinó una paliza a los tres. Y no contento con aquel castigo comunitario, decidió llevarse todos los libros que atesorábamos en la jaula. Lo único positivo de todo aquello fue que, entre tanto trajín, no se percató de que las llaves se le cayeron del bolsillo.

Mis compañeros, doloridos aún por la paliza, decidieron que querían seguir en su zona de confort y seguir siendo simplemente monos. Así que resolvieron no seguirme. Pero yo abrí la jaula y escapé.

Durante un tiempo fuí taxista, mozo de almacén, diputado en el Parlamento… Incluso llegué a liderar un ejército… pero eso sí, nunca volví a ser artista como lo había sido en el pequeño zoo.

Un dia, a un individuo de bata blanca, consciente de mi alto potencial intelectual, no se le ocurrió otra cosa que meterme en un cohete y mandarme a la luna. Y aquí me encuentro. Y desde aquí os escribo este relato.

Está visto que, para el ser humano, no hay suficiente sitio en la tierra para otro tipo de grandeza que no sea la de su propia estupidez.



Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

CON LAS MANOS ATADAS

LE PRENDÍ FUEGO A LA LLUVIA

PROU DE PATIMENT