LA MUÑECA
Tomé conciencia de mí misma justo en el momento en que Mara rompió el envoltorio y destapó la caja. Lo primero que ví fue la sonrisa con brackets más radiante y bonita que uno pueda imaginar. Después, abrió aquella preciosa boca y vaticinó;
-“Gimena”!
Debo admitir que aquel nombre (con el que me acababan de bautizar) no era muy santo de mi devoción. Días más tarde comprobaría que, según mi fabricante, mi verdadero nombre era “Anna”, o algo así. Pero, en el fondo, ¿Qué más daba? No era cuestión de ponerse exquisita de buenas a primeras con detalles sin importancia. A fin de cuentas, ¿Qué significa el nombre de alguien? Aquello no era más que un apelativo. Una convención sin importancia.
Definitivamente “Gimena” estaba bien.
Muy pronto Mara puso de manifiesto sus habilidades como estilista. Como tampoco parecía estar muy satisfecha con el color rojo de mi pelo, decidió cambiarlo por otro más “alegre” que, según ella, era el azul. Y así lo hizo. Me tiñó de arriba a abajo. Además, puestos ya en faena, agarró las tijeras y arremetió con varios tajos a diestro y siniestro hasta dejarme trasquilada con tan solo tres mechones irregulares y totalmente asimétricos. Me puso un espejo delante y me preguntó que qué pensaba...
“Así estás mejor” se contestó a sí misma, sin darme tiempo a contestar.
Y esa noche me metió en la cama con ella. Y yo, en ese momento, fuí feliz.
Unos días más tarde, desperté en un mercadillo de segunda mano. Por aquel entonces yo ya tenía los labios verdes, el contorno de los ojos amarillo y el vestido cortado y deshilachado por encima de las rodillas. Estaba claro que mi actual aspecto no dejaba indiferente a nadie. Tanto era así que una preciosa niña de ojos azules me agarró de repente con tanta fuerza que su padre no tuvo más remedio que pagar mi irrisorio precio y llevarme a casa con ellos. Una vez allí, Mirna (que así se llamaba la niña) me llevó a su habitación, me sentó en sus rodillas y pegando su nariz a la mía, me ordenó: “¡HABLA!”.
Y se hizo el silencio. El silencio más incómodo de mi vida como juguete...
Ella, al ver que no contestaba, esta vez, con algo más de elocuencia, volvió a pedir: “¡HABLA, COÑO!”.
Desgraciadamente, yo era una muñeca sencilla, de aquellas que no hacen filigranas. Carecía de mecanismos que me hiciesen emitir sonido alguno. Y eso, de repente, me hizo odiarme a mí misma. Me sentí culpable por defraudar a esa preciosidad que me acababa de dar una oportunidad. Deseaba poder contestar a Mirna más que otra cosa en el mundo. Quería satisfacerla por encima de todo. Así que me esforcé y, por gracia y gloria divina (o quien sabe porqué), emití un robótico: “Te quiero”.
Esa noche dormí con Mirna. Me abrazaba con ternura y notaba su cálida respiración en mi rostro. Me sentía arropada y especial. Y orgullosa por haber aprendido a emitir esas dos palabras tan misteriosas, en apariencia sencillas, pero que suelen mover el mundo...
Unos días más tarde volví a despertar en el mercadillo. Yo, por aquel entonces, ya era una muñeca que sabía decir “te quiero”, “me encantas”, me vuelves loca”, “eres muy especial”... e incluso, en ocasiones especiales, “¡Soy toda tuya...!” Pero a Mirna nunca le resultó suficiente. Y me abandonó.
Fue entonces cuando apareció Martina. Me observó detenidamente con sus ojos de color miel. Su mirada me cautivó profundamente y, sin darme cuenta, ya me encontraba en su casa. ¡Un nuevo hogar!Me lavó, me cambió la ropa, y me construyó una peluca nueva. Martina era maravillosa. Parecía como si todo le diese igual. No le importaba nada. He de decir que tampoco comunicaba mucha cosa. No exteriorizaba mucho sus sentimientos. Pero, eso sí, era complaciente hasta límites insospechados. Yo quería agradecerle todos esos cuidados, le decía “te quiero”, “te adoro”, “me encantas”, etc... Pero ella parecía ajena a todo aquello. Había algo dentro de ella que nunca llegaría a conocer. Y eso me apenaba.
Además, no sé muy bien por qué pero, disfrutaba de jugar con otros muñecos y muñecas, entre los cuales, a mí nunca me incluía. Martina organizaba meriendas con té y galletas, a las que yo nunca estaba invitada. También viajes imaginarios en barco, e incluso conciertos con instrumentos inventados a los cuales yo nunca asistía, a pesar de desearlo con todas mis fuerzas. En cualquier caso, Martína nunca contaba conmigo para esos quehaceres. Tampoco tenía mucho tiempo para mí. Así que yo quedaba relegada a dormir con ella y poca cosa más. Aunque para mí no lo fuera, creo que eso era suficiente para ella.
Así que esta vez, fui yo quien se marchó. Salté por la ventana y me lancé a una papelera. Hace unos días desperté en el vertedero. Estoy segura de que Martina aún no habrá reparado en mi falta. Aunque en el fondo, ¡qué más da!
Aquí siento cierta tranquilidad. Por fín estoy en un lugar desde el cual siento que puedo volver a empezar. Reflexiono y me doy cuenta de una cosa: Nunca encontraré nada ni nadie que me valore, si antes no me valoro a mí misma.
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