Siluetas de papel

 Las relaciones de pareja son cada vez más frágiles y quebradizas. Caen y se rompen con mayor facilidad. Y es que nunca nada ha sido eterno, eso está claro.

Una relación amorosa exitosa requiere tiempo y dedicación. Pero ahora esto se concibe como algo casposo y viejuno. Como algo pasado de moda. Quizás se deba al tipo de sociedad en la que vivimos, marcada por la moda y la cultura de lo efímero, instantáneo, rápido e intrascendente. Donde se exhibe una enorme cantidad de oferta frente a la justa demanda. Una sociedad marcada por el mercadillo virtual de caras y cuerpos donde con un simple toque de dedo (a derecha o a izquierda) se elige quien podrá ser el amor de tu vida o la persona que te rompa el corazón, la futura madre de tus hijos o el polvo de una noche.

En cualquier caso, al empezar una relación, siempre se coincide con ese placentero éxtasis inicial. Un comienzo plagado de energía e ilusiones. Un subidón de adrenalina, una pisada a fondo del acelerador. La sensación de que, de repente, nos convertimos en el centro del universo. Y aparece la idea de que aquello tan maravilloso no solo ha cambiado a mejor nuestras vidas y que nos hace mejores personas, sino que durará para siempre.

Se habla del mutuo “feeling”, de la química compartida. Se plantea el “¿dónde estuviste toda mi vida?”. Se idealiza con el “nunca te abandonaré”…

Sin embargo, se requiere un esfuerzo conjunto de ambas partes (y no individual) para que la cosa siga a flote. La sintonía perfecta entre ambas personas se convierte en algo arduo y complicado. Ir a la par es jodido. Lo digo porque a veces la desidia, el pasotismo y la falta de interés pueden estar presentes. Aunque no queramos verlo. Pero el caso es que, en lugar de hacer equipo, puede suceder que uno se entregue en cuerpo y alma mientras que el otro viva de las rentas.

En estos casos, la bomba puede estallar al surgir algún problema.

Los problemas son algo inevitable en las relaciones. Nada más normal y habitual. Algo que, bien pensado, puede resultar una oportunidad para crecer de manera mutua. Pero hay que hacer frente a una crisis y esta no se afronta de manera conjunta, sino de forma individual. Puede que el conflicto en cuestión sea la carencia de un trabajo estable por una de las partes. O problemas económicos. O ese extraño lunar aparecido en la espalda… O puede que simplemente sea por miedo. No solo por el miedo a estar mal. También por miedo a estar bien. Se teme el goce, el placer y el bienestar como un peligroso ascenso donde tarde o temprano se caerá de manera estrepitosa. Así que, en lugar de disfrutar del paisaje y de gozar del vuelo, uno teme estrellarse con más dureza.

Hay quien incluso siente agobio por verse demasiado querido. Por sentirse víctima de un exceso de amor, cariño y seguridad. Miedo a estar bien. Miedo de ser cuidado. Miedo a oír demasiados “te quiero”…

Y a veces se acaba atribuyendo la culpa al otro, aunque este no tenga nada que ver en el asunto. Aunque este desconozca por completo la existencia de conflicto alguno.

Entonces aquello que parecía eterno e inmutable, que detenía el tiempo y llenaba de sentido y gloria nuestra existencia, de repente se desvanece como una niebla mañanera. Ya no hay carne, ni espíritu, ni huesos. Solo algo que vemos alejarse. Sopla el viento y todo sale volando como siluetas de papel que vuelan, hasta desaparecer en el horizonte.



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