Sobre el miedo, la cobardía y la soledad
Sobre el miedo, la cobardía y la soledad.
Todo tenemos miedo a algo. En mi caso, el miedo hace referencia a la soledad. Y es curioso que sea así cuando he pasado la mayor parte de mi infancia solo. Pasaba las tardes de verano tumbado en la terraza de mi casa mientras los demás niños jugaban en la calle. Quizás debería estar acostumbrado a la soledad... O puede que precisamente sea por ello que ahora, ya adulto, me pese tanto.
El último mensaje que recibí de Ella estaba plagado de la palabra “miedo”. Miedo de nuestras “mochilas” (una referencia fría y vaga a nuestros hijos), miedo a comprometerse, miedo de que yo le pudiese hacer daño como le hicieron sus anteriores parejas, miedo a perder su libertad, miedo de mis defectos… en definitiva; miedo a arriesgar.
La verdad era que disfrutábamos viendo a nuestros hijos durmiendo juntos en la misma habitación. Nos emocionaba contemplarles tan unidos. Más tarde, ella y yo nos sentábamos en su terraza y hablábamos hasta altas horas de la madrugada, o permanecíamos en silencio mirándonos a los ojos con una sonrisa en la cara. Nos abrazábamos, nos besábamos… Y las horas se convertían en segundos. En casi dos años nunca tuvimos una discusión. Aquello me parecía increíble. Respeté su libertad. Ella se marchaba de fiesta, de acampada o de viaje y yo permanecía todo el fin de semana solo en su casa, aguardando a que volviese.
Aposté por ella. La quería ciegamente.
A pesar de ello, una tarde de agosto Ella me abandonó. No tuve oportunidad de hacer nada más que coger mis cosas y marcharme con el corazón roto en pedazos. No entendía nada.
De hecho, aún hay cosas que no entiendo.
Yo no pasaba por una buena época, eso es cierto. Llevaba un año y medio sin trabajo. Tenía dos hijos y vivía en casa de mi madre. La incertidumbre y la preocupación me impedían dormir. Pero saqué fuerzas de flaqueza y luché. Busqué ayuda profesional, encontré un buen trabajo y las cosas empezaron a mejorar. Fue entonces cuando me dejó. Me dijo “Ahora que estás bien, te dejo”. Y desapareció sin dar oportunidades, sin dejar rastro.
Gracias.
Mi mayor dolor vino por sentirme engañado. A la cobardía le siguen las mentiras. Sentí que bajo sus “te quiero” tan solo había la necesidad de no encontrarse sola. De sentirse deseada, sin dar nada a cambio. Y por supuesto, la incapacidad de enfrentarse a sus propios miedos. La incapacidad de compartirlos para afrontarlos juntos.
Eché de menos que apostara por mí. Que arriesgara, porque la vida es riesgo. Y si hay amor, se encuentra la forma de encontrar soluciones. Si se quiere de verdad, no hay excusas que valgan. Si existe amor, se supera lo que sea.
Una vez Pau Donés dijo; “A la vida no hay que echarle huevos, hay que echarle ganas”. Y así es. Miro hacia atrás y eso lo que he hecho durante toda mi vida. Si no, ¿qué sentido tendría todo lo que hacemos? Amo la vida y la concibo como un camino lleno de cosas bellas que descubrir y con obstáculos que superar y que nos harán más fuertes y sabios.
No negaré que hay días en los que me siento muy solo. Pero ahora entiendo que ese sentimiento forma parte de todos nosotros. Es como nuestra propia sombra. A veces la vemos, a veces no. Pero ella siempre está ahí. Y hay que aceptarla. Todos, de alguna manera, en algún momento de nuestras vidas, nos ha pasado o nos pasará sentirnos así. Y hay que aceptarlo.
No es fácil.
Pero si uno lo piensa bien, en el fondo solo somos uno. Los amigos van y vienen, los hijos se marcharán y la muerte aparecerá un día, tarde o temprano, para llevarnos con ella. Somos responsables de nosotros mismos y en nuestra mano está el cuidarnos y respetarnos lo mejor que podamos. Y solo nosotros mismos somos capaces de hacerlo. Nadie más.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada