La memoria del señor Franz Munin
El señor Munin no pasaba por un buen momento. Su esposa le había abandonado hacía casi nueve meses. Fue así, de repente. Un día hizo las maletas, y salió por la puerta de casa. Nunca más volvió a saber de ella.
Y a pesar de que él era un renombrado neurólogo, un científico cognitivo de prestigio, y lo que se dice una persona con la cabeza bien amueblada, el golpe lo derrumbó. De la manera más inesperada se encontró en una situación insoportable que no sabía cómo gestionar. Y aquello le consumió hasta lo más hondo de su alma.
Dejó de comer. Bebía demasiado. No dormía por las noches y se despertaba de madrugada, con la imagen de Ella más vívida que nunca. Veía sus ojos de color de miel, su pelo largo y castaño, sus hermosas pecas… Sudaba y temblaba al sentir la cama enorme y vacía sin ella. Y ya no volvía a conciliar el sueño.
Aquello le estaba matando.
El principal problema eran los recuerdos. Esa fue su conclusión después de un día realmente malo. Todo, absolutamente todo, le evocaba a ella. Recuerdos intensos, amargos, dolorosos, a veces abrumadores; unas zapatillas, coches blancos, una estúpida panificadora, una marca de cerveza, un producto de limpieza para el suelo… Las cartas de amor en cuadernos que creía olvidados, las canciones… ¡Las malditas canciones! Aquello era lo peor. Un día, de camino al supermercado, escuchó a lo lejos Un suspiro acompasado de Robe, a través los altavoces de un coche que pasaba por la calle. Aquello fue demasiado para él. De repente se derrumbó. No pudo hacer otra cosa más que sentarse en la acera y echarse a llorar.
El señor Munin estaba desapareciendo.
Tenía que hacer algo.
Y lo hizo.
Hizo lo único que sabía hacer; recurrió a sus conocimientos en química. Su objetivo era crear un fármaco capaz de eliminar los recuerdos más profundos. Aquellos que remueven el alma, las imágenes que se esconden en lo más recóndito del corazón. Las que te desbrozan, las que te enloquecen y te sacuden hasta volverte loco. Se dedicó a ello noche y día, en cuerpo y alma.
Al final lo consiguió; y lo que a otro le hubiera supuesto años, a él solo le supuso unas semanas de intenso trabajo; creó un compuesto capaz de distinguir e inhibir las neuronas encargadas de albergar ese tipo de huellas profundas en la memoria.
Ahora solo quedaba probarlo…
Tomó el compuesto y…
Algo estalló en su cabeza. Su memoria se dobló sobre ella misma. Primero se vio sumido en una vorágine de imágenes inconexas. Deliró. Luego, por unos instantes cayó en el río del olvido. Él era tan solo una piedra, y las aguas del recuerdo pasaban sobre él sin dejar rastro. Se entregó por completo a lo desconocido. Dejó de mirar atrás. Olvidó los olores, el tacto y los sabores percibidos. Dejó de anhelar, comparar, de extrañar. Olvidó la plenitud vivida, también el sentimiento de desolación. Entendió que todo era transitorio, que nada perdura, que todo acaba. Y dejó de recordar…
A la mañana siguiente era alguien nuevo. Ya no sabía, ya no pensaba y sobre todo, ya no recordaba. Pero tampoco era él.
Cuando se miró al espejo, no reconoció su rostro. Se movió de un lado al otro y su propia forma de caminar le pareció extraña. Emitió algunas palabras inconexas, sin sentido, pero tampoco reconoció su voz. Era otra persona. Ya no sufría, ya no sentía dolor. Pero, de alguna manera, el señor Munin ya no era el señor Munin.
Y cuando tocaron a la puerta, no dudó en abrirla. Y la vio allí. una mujer lejanamente conocida. Con los ojos de color de miel, su pelo largo y castaño y sus hermosas pecas… Ella le hablaba pero él no la entendía. Eran dos extraños, dos desconocidos frente a frente.
Y cerró la puerta para siempre.
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