MATAR LA ESPERANZA
Debo admitirlo; soy alguien muy inquieto en todos los sentidos.
No me permito parar ni un solo instante. Eso hace que siempre vaya con el acelerador pisado a fondo. A toda velocidad. Sin detenerme para nada. Aunque he de reconocer que no sé muy bien por qué; si para aprovechar el momento o si porque en realidad huyo de algo…
También me cuesta aceptar la realidad tal y como se presenta. Me planteo ese devenir como si siempre me fuese posible hacer algo para cambiar el curso de los acontecimientos. No me doy por vencido fácilmente. Y puede que a causa de ello, a lo largo de mi vida, haya cosechado algunos éxitos, pero también tantos sinsabores.
Vivo de las ensoñaciones, de los recuerdos del pasado y de los anhelos para el futuro. Pero no me vanaglorio por ello. Tan solo lo constato. De hecho, confieso que no creo que haya nada de bueno en esa forma de transcurrir por la vida. Más bien es al contrario; vivo dando bastonazos de ciego, esperando a que ocurra algo especial, sin saber muy bien el qué.
En cualquier caso, ese soy yo. Y ahora, me guste o no, debo aceptar que estoy solo en todo esto. Comprender que nuestros caminos - el mío y el de ELLA- se han dividido, que ya no discurren a la par. Y que, sobre todo, hay que matar la esperanza. Sí, destruirla, aniquilarla. Porque hay que dejar de creer en que algo externo, ajeno a uno mismo, sucederá para sacarnos de la desdicha en un mal momento. La esperanza, así vista, resulta un mero engaño. Y hay que asesinarla para quedar sin expectativas y vanas ilusiones. Tan solo conviene confiar en lo que se encuentra en uno mismo.
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