EL FARO

     Aquella pequeña y destartalada embarcación me dejó en la costa sin dar muchas explicaciones. Te dejamos aquí - me dijeron - Pero algún día de estos volveremos a buscarte. Mientras tanto, tú, vigila. 

    Así que me abandonaron ahí, con mi mochila repleta de calzoncillos, cinco botellas de whiskey barato y un encendedor. No me habían dado mucho tiempo y, con las prisas, aquello fue lo único que se me ocurrió coger. No sé muy bien el porqué…

    Era extraño que necesitaran un vigía. Por ahí no solían aparecer muchas embarcaciones. En esas aguas negras apenas había nada que pescar. Tan solo rocas, algas y poca cosa más. Pero acepté el encargo porque, en cierta manera, esperaba sacar algo de todo aquello. No lo sé.

 Quizás alguna cosa relacionada con el crecimiento personal, la autosuperación, el saber estar uno consigo mismo… o qué sé yo. 

Casi nada.

    Una vez en la isla, subí corriendo las escalinatas hasta lo más alto del faro. Una vez arriba, bastante decidido, agarré una vieja silla de madera y me senté a esperar. Por el momento no había nada más que hacer. Así que abrí una de las botellas y empecé a beber bastante motivado.

    Contemplé el horizonte; las aguas eran oscuras, y el haz del faro apenas dejaba entrever nada. Eso sí; podía oír como las olas golpeaban la base del torreón. De pronto, comencé a tener miedo. Pensé que quizás me habría equivocado en algo. “Puede que nunca nadie vuelva para rescatarme”, me dije a mí mismo. Cabía la posibilidad de que quedara allí olvidado para siempre. Al menos hasta que llegase el día de mi muerte. Al pensarlo, di un respingo y me estremecí cuando la silla crujió bajo mi peso. De repente, me di cuenta que había vaciado todas las botellas.

    Eché de menos aquellos días en los que paseaba por la montaña: las hermosas encinas, los madroños maduros, el aroma a lavanda y a tomillo… Extrañé incluso las piedras que se clavaban bajo las plantas de mis pies… Sentí verdadera añoranza. Y lloré. ¿Qué demonios estaba haciendo en aquel faro? Y lloré todavía más ¿Cómo iba a poder guiar a nadie en la oscuridad, si yo era el ser más perdido de todos? Me sentí estúpido y más solo que nunca. Busqué en la maleta y me sequé las lágrimas con el primer calzoncillo que saqué de ahí.

    Las olas continuaban golpeando cada vez con más fuerza. Acababa de llegar, pero de improviso, me asaltó la extraña sensación de que, si me quedaba ahí por más tiempo, en algún momento la marea acabaría por arrastrarme a lo más profundo del océano. Sin embargo, no conseguía moverme. Sentía como si un enorme puño me estrujara el pecho y me impidiese respirar.

    Preso de un curioso delirio, agarré toda mi ropa interior y cosí todos los calzoncillos entre sí utilizando una vieja red de pescar que, solo Dios sabe por qué, alguien había dejado olvidada una esquina. 

Después de varias horas de torpe zurcir, y de lastimarme la yema de los dedos, había logrado construir una enorme sábana. Até las cuatro esquinas y los costados hasta construir una especie de gigantesco globo. Luego, no contento con ello, eructé muchas veces en él hasta llenarlo con mi aliento etílico. Abrí el enorme ventanal y salté al vacío agarrando el invento con una sola mano.

Cada vez que la improvisada nave perdía altura, accionaba el encendedor, lo acercaba a mis labios y eructaba en el interior del aerostato. La explosión que se producía empujaba el artefacto de nuevo a las alturas.

    Me creáis o no, así fue como escapé del faro. De esta forma (y no otra) llegué hasta aquí. Así que haced el favor de quitarme esta camisa. Es demasiado estrecha e impide que consiga rascarme la nariz. Además, quiero salir a respirar el aire de las montañas y limpiar mis pulmones del maldito salitre que aún hay en ellos. Dios santo, como odio el mar…




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