¿Dónde está el interruptor?
Aprendemos más del dolor que de la felicidad. Eso es algo que nadie nos puede quitar. Sin embargo, es difícil darse cuenta de algo así. Cuando se sufre tanto, es como si alguien apagara las luces y nos dejara totalmente a oscuras. Entonces buscamos a tientas el interruptor, pero inevitablemente rompemos unos cuantos jarrones y algunos muebles en el proceso. Durante ese momento en que estamos ciegos, a menudo tenemos miedo. No sabemos dónde ni cuándo estamos. Pero, sobre todo, nos encontramos solos.
Quizás esa sea la primera y más dura batalla que hay que librar; aprender a estar solo. No es fácil. Al menos no lo ha sido para mí. Habrá quien lo tenga más fácil. Pero en mi caso sentía que la oscuridad de la que hablo se metía dentro de mí, me helaba hasta el tuétano. Incapacitándome. Ahogándome. Me pasaba horas dando vueltas por mi habitación, de un lado al otro, como si fuese un animal enjaulado. Luego me detenía delante de la ventana y me quedaba inmóvil un buen rato, esperando que sucediera algo como por arte de magia que me sacara de ese estado de angustia y soledad.
En esta ocasión, y puede que por primera vez en mi vida, decidí dejar las luces apagadas y entregarme a esa oscuridad. Tampoco fue una tarea sencilla, pero aseguro que así lo hice. No me quedaba más remedio. En ese momento no sabía a quién recurrir. Y de haberlo sabido no hubiera contado con el valor suficiente como para haber acudido. Así que me senté y esperé, solo eso. No quedaba ninguna otra opción.
Al principio no vi nada, solo la más absoluta negrura. Me impacienté. De nuevo sentí que me faltaba el aire, como si mis pulmones fuesen de mármol. Pero después de un tiempo, mi vista comenzó a acostumbrarse a la oscuridad y empecé a ubicarme en aquel espacio. Y no solo eso. Al parecer algunas cosas de la habitación parecían haberse movido de sitio. O puede que simplemente hubieran cambiado de tamaño, o incluso de forma. No lo sé, la verdad. Me resulta difícil explicarlo, pero aquella oscuridad me permitía entrever las cosas de una manera distinta a la habitual. Y a pesar de lo muy desorientado que me encontraba, ese distinto ángulo de visión puso de manifiesto la relatividad de todo lo que me rodeaba. No digo que ahora todo fuese mejor o peor, qué va. Tan solo que todas esas cosas eran diferentes. Porque nada es en realidad lo que parece. Y que todo es mutable.
Cuando por fin encontré el interruptor y logré accionarlo, se hizo la luz. Entonces me percaté de que todo estaba en el mismo sitio inicial. Las cosas habían recuperado su forma y tamaño originales. Sin embargo, algo más había cambiado. Algo que notaba muy presente. Podía incluso respirarlo. Lo sentía en los poros de mi piel…
Salí de aquella habitación y me observé delante del espejo durante unos instantes. De repente lo entendí. Yo también había cambiado. Seguía siendo físicamente igual que siempre, pero muchas cosas en mí se habían modificado. Al menos así lo sentía. Y no sabría decir si para bien o para mal. Solo que yo ya no era el mismo de antes.
Y así seguiría siendo. Entendí que, cuando las luces se apagaran, tarde o temprano se volverían a encender. Que cada vez existirían cambios. Y que resulta imposible permanecer inalterable.
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