Un cuento de frío y llamas

     


    Lo primero que ella sintió al nacer, fue el metálico y gélido abrazo de los fórceps. Pocos meses después del parto, su padre desapareció, y su madre quedó sumida en una profunda tristeza. Desde entonces nunca volvió a ser capaz de volver a mirar a los ojos a su hija. La niña se vio envuelta en un halo de tristeza, culpa y soledad que la acompañarían durante gran parte de su vida.

    Su tez era pálida y bella como la luna llena en una noche invernal. Su aliento como la escarcha y su mirada fría como el granizo. Las escasas palabras que emitía eran carámbanos que atravesaban el alma e inquietaban a quienes la rodeaban.

    Pasaron los años, y solo encontró cierto consuelo trabajando en una clínica de cuidados paliativos. No sabía muy bien por qué, pero acompañando a los enfermos hacia lo inevitable, lograba sentir algo de serenidad. A pesar de ello, su corazón seguía helado.

         Él nació cerca de los hornos. Su madre rompió aguas justo cuando se disponía a hornear los panes que vendería al día siguiente en la plaza del pueblo. Apoyada en la abrasadora pared del horno, sin notar las quemaduras que se producían en su espalda, dio a luz. Fue un parto doloroso, crepitante y ardiente. El niño nació envuelto en la sangre y sudor hirvientes de la madre. La piel del bebé, todavía humeante, conservaría siempre el candente ardor del momento de su nacimiento.

        Años más tarde, el joven conoció a su padre cuando los nacionales le liberaron y le permitieron volver a casa. Había sido encarcelado por rojo. Durante ese tiempo, aquel hombre había dejado de hablar. Sus gestos eran pétreos e inesperados. Y sus duras caricias procedían siempre del cinturón que sujetaban sus pantalones. Desde ese momento, el ardor del chico se convertiría en llamas para siempre. Y todo ese fuego provocaba heridas a los incautos que se le acercaban.

El destino y la soledad les empujaron a conocerse.

    Una noche, durante el reparto del pan recién hecho, llegó en su destartalada furgoneta a la clínica donde trabajaba ella. Bajó del vehículo y la vio a lo lejos. Allí estaba, lívida y macilenta como el mármol. Se olieron desde la distancia, como hacen los animales cuando reconocen a los de su misma especie. O puede que fuera por justo todo lo contrario. Nunca se sabrá. Porque ambos eran seres solitarios, pero sus condiciones eran completamente diferentes. Dos caras de una misma moneda.

    A pesar de ello, algo extraño y embriagador sintieron cuando ella rozó los dedos de él para recoger el pan. Los dos alzaron la vista y se miraron a los ojos, sorprendidos. Puede que permanecieran así una eternidad. O puede que no, quién sabe. En cualquier caso, y durante unos instantes, ninguno de los dos se movió. Luego, y sin emitir sonido alguno, se deslizaron al interior de la furgoneta, cerraron las puertas y se abrazaron con cuidado. El contacto fue reconfortante y acogedor. Ella rodeó los labios de él con su boca y el tiempo se detuvo. El vapor comenzó a emanar de los dos cuerpos. Los cristales del vehículo se empañaron y ambos se fundieron el uno en el otro.

Pero no se convirtieron en ceniza, ni tampoco se evaporaron.

    Ella sufrió quemaduras en su piel. Aquello no fue para nada agradable. Y cuando a la mañana siguiente se despidieron, él sintió un enorme vacío en su interior. Desde entonces, en su ardiente corazón, siempre quedaría un pedazo de hielo como recuerdo de aquel encuentro.

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