La Pérdida de Identidad

 Un día recibí una llamada. Era alguien preguntando por un tal Antonio. Por la voz me pareció una señora bastante mayor. Le dije que allí no había nadie con ese nombre. Sin embargo, ella insistió; “¿Seguro que no eres Antonio?”. Lo preguntó con tanta seguridad que, por un instante, consiguió hacerme dudar. “No, señora” Le dije, “Se ha equivocado. Lo siento”. Y colgué.

Aquello fue el principio.

Pocos días después me pararon por la calle. Era una pareja que no había visto en mi vida. Uno de ellos me puso la mano en el hombro y me preguntó que si ya había solucionado el tema de la plaza del aparcamiento. Lo dijo muy cerca de mí, mirándome a los ojos. La otra sonreía esperando una respuesta. Yo no conseguí hacer nada más que quedarme callado. “Me han dicho que hay una libre”, aclaró él. De repente recobré el sentido y le expliqué que probablemente me estaba confundiendo con otra persona. “¿No eres José Luis? ¿Estás seguro?”. Y de nuevo dudé. Sacudí la cabeza en señal negativa. “Debo de parecerme mucho a ese chico”. Lo dije más por mí que por la pareja en sí. El hombre también dudó unos instantes. Parecía convencido de que hablaba con José Luis. Luego se marcharon hablando entre ellos.

Horas más tarde, al pasar por delante de una peluquería, una atractiva chica rubia salió a la calle y me saludó de manera efusiva. “¡Sergio! ¿Cómo estás, guapo?”, preguntó. Yo me quedé algo aturdido. Demasiadas confusiones en tan poco tiempo. Me quedé congelado. Esta vez debo admitir que deseaba ser Sergio. Pero de lo único que fui capaz fue de levantar los hombros en señal interrogativa. “Ven aquí, Sergio”, insistió ella. Y yo sonreí. Pero de forma ridícula le indiqué que no con el dedo. Entonces ella, ante mi elocuente facilidad de palabra, se debió de sentir algo incómoda y volvió al interior del establecimiento sin decir ni adiós siquiera.

Esa noche dormí del tirón. Soñé con mucha gente. Eran personas que no conocía de nada. No obstante, me trataban con gran confianza. Y cada una de ellas me llamaba por un nombre distinto. Desperté muy agitado.

Debían de ser cerca de las cuatro de la mañana. Podía oír los gemidos de placer de la vecina con su marido. Sentí cierta envidia. También añoranza. Dos años atrás había estado viviendo en aquel piso. En esa misma habitación, había hecho el amor por primera vez con Ella. Fue una noche maravillosa. Meses más tarde tuve que abandonar el piso por motivos económicos y me refugié en el de mi madre, que se encuentra justo abajo.

Entre gemido y gemido, me pareció oír que la chica clamaba mi nombre. Me sorprendí. Hacía tiempo que no lo oía. Y no solo eso. De hecho, me dí cuenta de que por un momento lo había olvidado. Me resultaba difícil recordarlo. Pero la vecina lo repetía una y otra vez…

Sí, no había duda. Me llamaba a mí.

Aún no sé explicar muy bien el porqué, pero el caso es que salí de casa, subí las escaleras y llamé al timbre de la vecina. Obviamente, tardaron en abrir. Pasado un rato, apareció la chica, despeinada y vestida con tan solo un ligero camisón de encaje. Al verme no dijo nada, pero su cara era un poema. “Creo que me estás llamando”, le dije. Y de la manera más estúpida abrí los brazos y le dije “aquí estoy”.

De repente su rostro se transformó por la rabia. “No tengo ni idea de quién eres. Márchate o llamaré a la policía”, me dijo. Y me cerró la puerta en las narices. Volví a mi cama consternado.

De vuelta a la cama, ya no sabía quién era yo. Había olvidado mi identidad, si es que alguna vez la había tenido. Ya no recordaba mi nombre. De hecho, empecé a dudar de mi propia existencia. Sentía que, poco a poco, estaba desapareciendo. Y que si eso sucedía, nadie repararía en ello.

 


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